Quiero expresar en primer término mi alegría por asistir a esta Feria de
tanto prestigio donde tengo el doble honor de pertenecer al país invitado y de
usar la palabra en su ceremonia de apertura. Me congratulo también por la
presencia de tan altas personalidades de la política, lo que señala, por otra
parte, la especial atención concedida a esta Feria que entre las ferias del
mundo ocupa un lugar de primacía.
La posibilidad de un discurso de apertura me abría inicialmente muchos
caminos, entre ellos los referidos específicamente al libro, a los problemas de
difusión y mercado, a las nuevas formas digitales que implican una manera
distinta de escribir y leer, a la falta de una legislación exhaustiva en este
campo.
Podría referirme a nuestra cultura aluvional y mestiza, cultura de
apropiación que generó, después del casi exterminio de las culturas
originarias, un producto autónomo cuya apreciación, en los países europeos,
aún suele estar teñida de cierto prejuicio folklórico.
O bien detenerme en el impacto que la literatura de lengua alemana
provocó en los escritores de mi generación que leímos muy tempranamente a
Thomas Mann publicado por editores argentinos. Podría mencionar a Herman
Hesse, cuya lectura devoraron los jóvenes de la época, y la traducción de los
poetas, desde Holderlin a Trakl. Vínculos que siguieron con Heinrich Böll,
Günther Grass, Christa Wolf, Peter Handke, pero que después no tuvieron la
misma continuidad, sobre todo referida a escritores igualmente valiosos pero
de menor renombre. Y en relación a los autores argentinos fueron pocos los
traducidos a la lengua alemana, por lo que es una gran reparación el
Programa Sur de traducciones para nuestra presencia en esta Feria.
Sin embargo, por preocupación personal y porque, en líneas generales,
me parecen abarcativas en aspectos que nos conciernen, me gustaría
detenerme en otras consideraciones más próximas a la literatura en su
relación con la política y el poder.
Durante la dictadura militar, los escritores argentinos pagaron a costo
de la vida y del exilio su empeño en el compromiso social, imbricado, de más
está decirlo, con distintas formas de considerar la propia literatura.
Como todas las sociedades en épocas de riesgo, hemos tenido escritores
para avergonzarnos pero muchos más para experimentar orgullo. Orgullo como
lo han tenido en este país que nos hospeda por la actitud frente al nazismo de
Thomas y Heinrich Mann, Heinrich Böll, Werfel, Adorno, Hannah Arendt...
Entre nosotros, los argentinos, fueron muchos los escritores que
sacrificó la dictadura con la idea de que la supresión del cuerpo implica la
supresión de la acción y la memoria. Ellos, Rodolfo Walsh, Haroldo Conti,
Miguel Ángel Bustos, Oesterheld y tantos otros han dejado su huella en el
doble compromiso de la literatura y de la instancia social. Compromiso que en
las condiciones más felices de la democracia prolongan autores como Andrés
Rivera, Osvaldo Bayer o Juan Gelman, que en sus obras, sin violentar el origen
ni el género, expresan implícita o explícitamente, la conciencia del mundo.
Esa conciencia tan avasallada hoy por los intereses económicos cuyo discurso
de aparente razonabilidad, de ajustes implacables, las mayorías padecen pero
no comprenden.
Literatura y poder tienen una relación más estrecha de lo que se cree,
con vínculos que, aun en democracia, muchas veces han sido conflictivos.
Graham Greene decía que “debemos admitir que la verdad (del
escritor) y la deslealtad son términos sinónimos”. Y agregaba que “el escritor
estará siempre, en un momento o en otro, en conflicto con la autoridad, más
o menos como el santo está generalmente en conflicto con la jerarquía de su
iglesia”.
Y así debe ser por razones de sano distanciamiento en la preservación
del espíritu crítico, de la disidencia como estado de alerta, si bien es preciso
no confundir la disidencia – trabajo de pensamiento – con la estéril rutina del
antagonismo sistemático.
A lo largo del tiempo, los escritores hemos lanzado señales sobre el
trastorno de la condición humana, sobre la ferocidad de los procedimientos,
sin que ninguno de los poderosos las leyera. Incluso muchos escritores creen
actualmente que nuestra inoperancia frente al poder significa inoperancia de
la literatura y muchos han renunciado en sus obras a alguna persecución de
sentido a raíz del desencanto o en nombre de una subjetividad artística que
los libera de todo compromiso.
Sin embargo, el mal del mundo nos contamina e incluso contamina los
mejores ámbitos, aun los de esta Feria, y nuestra satisfacción siempre se verá
turbada por esa intromisión irritante de la realidad. Mal del mundo que no
consiste en fatalidades ineludibles sino en el resultado de un sistema que ni
los economistas ni los políticos han logrado mejorar sustancialmente. Quizás
en este punto se toquen políticos y escritores porque ambos no pueden
escapar de sus responsabilidades, fundamentalmente éticas, en relación a la
materia con la que trabajan: los pueblos y la política en un caso, la ficción
lingüística, sea poética o narrativa, en otro. En unos, esa responsabilidad
ética pasa por lo común a segundo término ante la complejidad de una acción
que debe conciliar – globalizada – intereses y facciones de distinto cuño,
muchas veces de naturaleza antagónica.
En los escritores, diría que la primera responsabilidad ética parte de
esa “deslealtad” de la que hablaba Graham Greene y que consiste llanamente
en la lealtad a la propia escritura.
Pero la escritura, sabemos, no es a-histórica ni se produce en el vacío.
Estamos ligados a nuestra época y no será el tema lo que nos ligará sino el
tono, la manera, la elección de las palabras.
En la Argentina, hemos tenido estadistas, padres fundantes de la
República, que han sido también grandes escritores, pero hoy las
circunstancias de la modernidad son otras, y nuestro poder, el de los
escritores, no se confunde ni se acerca tanto al poder del Estado, salvo en
contadas áreas de la gestión cultural. Y hablo de nuestro poder porque eso
tenemos cuando escribimos. Poder que no se compra, no se negocia. Por lo
tanto, en un aspecto, poder muy frágil. Quien escribe, acomete una empresa
que podría llamar imposible: fija el mundo en signos de ficción lingüística,
aun relatando la mínima historia, el más breve poema, y al mismo tiempo,
consciente de la realidad múltiple de ese mundo, intenta imponerle el
producto de su poder frágil, la claridad inteligible de la escritura. Al desorden
del mundo, la coherencia de un texto, al caos, la búsqueda de sentido o las
interrogaciones sobre su falta.
Acometer la empresa parece imposible porque hay contendientes más
desparejos que estos dos: el mundo – el poder del mundo – y la escritura.
Es lícito pensar que seremos vencidos. No por la mortalidad, por el
desgaste que el tiempo inflinge a nuestras páginas. Digo vencidos ya, ahora.
Digo vencidos si pensamos en la disparidad de fuerzas, en lo inoperante que
aparenta ser, ante una primera mirada, no sólo el acto solitario de escribir
sino la literatura entera y todo el arte en general para modificar o influir
sobre una alternativa de guerra o de violencia.
Sin embargo, persistimos. No porque desplacemos el asunto de la
inoperancia sino porque lo desafiamos. Aun inconscientemente respondemos a
un dictado que no se puede soslayar. En mi caso, sé que en el fondo de cada
frase existe una voluntad que incluso pude desconocer mis propias
intenciones: esa frase quiere oponerse a la injusticia del mundo, quiere
organizarlo de otra manera con el poder frágil de la escritura.
Cuando escribo – y por lo tanto leo – puedo decirme que la inteligencia
existe. Y que no es, obviamente, aquella que considera “procesos
fascinantes” la creación de armas químicas o la invención a partir de una
tecnología altamente sofisticada de aparatos destructivos. Que esa otra
inteligencia existe y está ahí, en la página. Que el impulso creativo de la vida
empieza en esa página, en la fuerza afirmativa de inventar y contagiar el
deseo, que la lucidez existe y está ahí, y que mi pretensión, por más soberbia
o desmedida que parezca, opone la inteligencia del juicio, del sentimiento y
la imaginación a la locura en el mundo. Locura, por traer un ejemplo, que en
el último agosto, a raíz de un incidente fronterizo en Medio Oriente, produjo
cuatro víctimas por el corte de un árbol.
La literatura, aparte de significar muchas otras cosas, también es esto:
la detención de la mirada sobre el árbol que crece y quiere vivir, el árbol
cortado y la muerte. Hablar – escribir, leer – sobre la ausencia de cordura,
aunque el azar de nuestra seguridad aparente protegernos.
Porque la literatura imagina, porque los hombres y mujeres son capaces
de imaginar, también los políticos podrían imaginar audazmente. Atreverse,
como aquellos grandes escritores que inventaron la realidad del poema o la
novela, a imaginar otra realidad posible que no sea ésta, la de los incesantes
conflictos. Si bien algunos gobernantes, sobre todo en América Latina,
trabajan con propuestas más equitativas, no basta imaginar con límites sin
forzar las circunstancias. Los cambios son siempre lentos mientras los
sufrimientos inmediatos. Por ese sufrimiento colectivo – de guerras, de
desempleo, de exclusiones del sistema – los políticos podrían, como los
grandes escritores, reinventar el discurso, proyectar nuevas reglas e imaginar
otras realidades posibles. Concretar, como quien escribe un buen libro – que
deparará conocimiento y emoción – un equilibrio más justo en nuestras
sociedades. Y en esta hipótesis ingenua y esperanzadora, ese libro, escrito
paradójicamente sin palabras y con hechos, sería el de mayores lecturas, el
de mejor exposición, el que concite, sin exclusiones, multitudes más felices
en todas las ferias del libro, desde las modestas que se organizan en nuestro
lejano Jujuy, próximo a la Puna, hasta esta magnífica Feria de Frankfurt que
hoy inauguramos.
Griselda Gambaro
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