jueves, 21 de mayo de 2009

Archivo Nro 39:La falta de Chile: Tiempos y destiempos en una historia del arte





La pequeña historia de Chile –sus apenas 200 años como república- puede asimilarse desde diversos flancos que, tras la necesaria pero no tan extensa investigación, puede decir más de lo que se quisiera acerca de qué es Chile ahora. La primera sentencia de Oyarzún que marca un pie de partida en su texto es la que refiere al estrecho campo de discusión en torno a las artes nacionales, lo cual favorece el ensalzamiento de “la voz oficial” que dicta cátedra, critica, tipifica y es obedecida como las tablas de Moisés entre las hegemonías del rubro. Cito: “No ha habido lugar –o apenas- para el entablamiento de polémicas eficaces, o siquiera reconocibles, más allá del ámbito intelectual directamente interesado”
[1]. Esta inamovilidad del discurso parece ser un mal endémico aún en el siglo XXI, pero no cabe cuestionar tal resistencia ahora, sino atravesar los problemas que Oyarzún presenta mediante su enigmática escritura.
Es la tradición de la falta, quizás de seriedad, del abordaje crítico de la producción artística chilena la que permite la radicación de la voz única –por lo menos hasta la década del 50-. No se trata de una opinión dominante, sino de una falta de competencia, de diálogo, que no atina a surgir. Oyarzún explica que el golpe de estado de 1973 promueve el surgimiento de pequeños discursos alternativos, basados en la necesidad de rompimiento con el status de violencia y privación más que con el afán de instalar una verdadera discusión. Para él es una ausencia de tradición crítica, indispensable a la hora de elaborar una periodización del arte en Chile, lo que termina por acercar a la producción visual a un vacío atemporal que vacila entre la desidia histórica y la inercia conceptual. Esa sensación de destiempo constante que se tiene al comparar la “historia del arte” nacional con las periodizaciones del primer mundo, promueve la personalidad de “guacho” en el arte chileno –no pertenecer a ningún lado y no saber cómo remediarlo-. Para esta cojera histórico-crítica Oyarzún propone la fantasía: “Es usual que los análisis que se emprende en registro histórico-crítico tengan que fingir hipótesis con alcance retroactivo (…) Parecido trabajo de fingimiento tendremos que llevar nosotros también a cabo”
[2].
Tal hipótesis se llama “Modernización”. Y plantea que “La evolución del arte en Chile, desde fines de los 50, puede ser descrita como una serie de modernizaciones”
[3]. Esta serie propuesta, no debería ser leída como una evolución orgánica, como un proceso de mejoramiento, pues posee validez fragmentada en cada una de las partes que Oyarzún definirá. Primero, obedecerían a un ímpetu comparativo, esto es, modernizar el arte en comparación a la modernización internacional, o como el autor llama, “ponerse al día” en cuanto a las actualidades exteriores dadas, como si lo nacional requiriera de esa reprogramación para validarse. En segundo lugar, obedecerían a una renovación comparativa interna, en torno a la producción nacional anterior, es decir, una renovación con respecto a lo más cercano, aunque es necesario el reconocimiento de lo externo en esa producción anterior, lo que resulta producto de la importación, “Desde la constatación del dato internacional se suele presumir en nuestro arte (y no solo modernizado) un relación de apego reproductivo a modelos de la metrópolis. Esta presunción es ciertamente uno de los tics de nuestra conciencia de dependencia cultural”[4] ; según Oyarzún una necesidad que cohabita a la par con las intenciones propias de cada artista o núcleo artístico.
Ese sería el destiempo del arte nacional, que absorbe años después las modernizaciones internacionales antes de hacerlas propias. Oyarzún realiza la primera propuesta de historización en la década del 60, década que trae en sí al Grupo Signo –José Balmes, Gracia Barros, Eduardo Martínez Bonati y Alberto Pérez- como portador de una actualización trasgresora de las artes nacionales, “La modernidad del Grupo Signo se medirá en primera instancia por su postulación explícita de una presencia artística: en su caso es, ante todo, la presencia del artista en la sociedad, la inmediatez de su actividad”
[5]. Desde aquí la máquina comienza a engrasarse; después de la paralización del golpe militar la producción artística se empareja o, más bien, se adecua junto a la producción crítica, la que la justifica ante los parámetros que desea marcar, como una sociedad explícita que su vez justifica la escritura de arte misma.
El salto histórico lleva en esta segunda parte del ensayo a la década del 80, luego de pasar por la reivindicación del artista como agente social activo y por la politización del gesto pictórico, ambas operaciones accionadas y fiscalizadas por las censuras militares post golpe. Aquí se preferirá analizar la obra “Historia sentimental de la Pintura Chilena” (1982) de Gonzalo Díaz. Oyarzún dice: “Debe considerarse asimismo ciertas prácticas que se insertan en el sistema de la pintura para someterlo a interrogaciones arduas, que inciden en la estereotipia y la serialidad de la imagen, la materialidad de los actos, medios y soportes, la reproducción y la cita, la cosmética y la parodia”
[6]. Dentro de estas prácticas ubicamos la obra de Díaz, una cinta continua que rodeaba la sala de exposición utilizando grafito, spray, esmalte industrial, timbres de goma y objetos sobre papel de algodón (100 x 80 cm detalle, 100 x 1,100 cm la obra total) que hacía uso icónico de las imágenes del limpiador Klenzo y los fósforos Los Andes[7]. Para analizar la obra es necesario recurrir a los mecanismos propuestos por Oyarzún en relación a la modernización. La acción iconográfica de Díaz se remonta, en parte, a las acciones iconográficas de Andy Warhol y su utilización de dispositivos popularmente arraigados en la sociedad norteamericana, como la Brillo Box (1968) o la actriz Marilyn Monroe (1967), que apelan, al igual que la chica Klenzo o la cordillera, a la movilización de los tratos cotidianos con las imágenes “de marca” del mercado y su estetización en el campo visual artístico de una sala de exposiciones. Aquí se puede encontrar esa necesidad imitadora del arte nacional para validarse como modernizado, aunque sea veinte años después y bajo un contexto local diferente.
La obra de Díaz, además, se cuelga de una historia de la pintura chilena como el devenir fosilizado en la sentimentalidad del gesto, que es, en esta instalación, absolutamente decodificado, desde la materialidad (el óleo, la tela) hasta el contenido (el sentimiento, sea cual sea, plasmado en la tela) al ser reemplazado por materiales industriales y al remover la emoción con la copia de un motivo fútil. Díaz también está operando sobre la historicidad engañosa del arte nacional, ironizándola al constatar su traslucidez y vacuidad, poniendo en el lugar sacro de la imagen pictórica el símbolo fetiche de la sociedad media, que poco y nada se relaciona con el arte pues está enfrascada en limpiar el baño con Klenzo o prender la cocina con los fósforos Los Andes.
Ahora, este temperamento que se ve incluido en la obra de Díaz, en conjunto con artistas como Juan Domingo Dávila o Eugenio Dittborn, es acompañado por la escritura sobre arte:
“Con ello va estrechamente unido algo que ya señalábamos: la aparición de una nueva crítica de arte. Cabe subrayar ante todo que ella es solicitada por las modificaciones que introducen en la plática nacional las prácticas descritas (Díaz): las modalidades preexistentes de la crítica en Chile –el comentario esteticista y el examen histórico-social- no puede dar satisfacción precisa a sus reclamos de exégesis”
[8]

A esta nueva crítica corresponde el trabajo de Nelly Richard, por ejemplo. La escritura de Richard establece la relación entre la obra de arte y su escritura, la que dirige el ojo del espectador sobre el espacio de la obra y proporciona un soporte teórico para la misma. La crítica de arte es también modernizada mediante este maridaje, pues debe correr a la par de los nuevos vinculamientos que está realizando en arte chileno.
La hipótesis de Oyarzún parece cada vez más coherente y certera, incluso si se alarga en el tiempo y se ubica, imaginariamente, en la producción de arte desde principios del siglo XX. Porque las modernizaciones que está proponiendo no son útiles si no puestas en circulación con los procesos anteriores, es decir, con los primeros cincuenta años del siglo veinte, ante los cuales el arte de los sesentas u ochentas se concibe como modernizado.
Por último, manifiesta que en la actualidad coexisten diversos modos artísticos y críticos como en compás de espera de una futura convulsión, si es que esta fuera necesaria para salir de status quo que trajo la asimilación de la nueva democracia.

[1] Oyarzún, Pablo. “Arte, visualidad e historia”. Santiago, Editorial La Blanca Montaña, 1999.
[2] Ibid. p. 192.
[3] Ibid. p. 194.
[4] Ibíd. p. 195.
[5] Ibíd. p. 199.
[6] Ibíd... p. 220.
[7] Mosquera, Gerardo (Editor). “Copiar el edén. Arte reciente en Chile”, Editorial Puro Chile, Santiago 2007.
[8] Oyarzún, Op.cit. p. 221.

No hay comentarios: