martes, 1 de mayo de 2012

Archivo Nro 79 : TRABAJO Y ORDEN SOCIAL: DE LA NADA A LA SOCIEDAD DE EMPLEO (Y SU CRISIS)


Carlos Prieto (UCM)

(Publicado en Política y Sociedad, nº 34, 2000)
"Au-delà même des intérêts économiques défendus pas ces (des métiers) régulations, c’est de la place des métiers dan une société d’ordres qu’il s’agit. La paticipation à un métier ou à une corporation (...) marque l’appartenance à une communauté dispensatrice de prérogatives et de privilièges que assurent au travail un statut social. Grâce à cette dignité collective dont le métier et non l’individu est propiétaire, le travailleur (compagon) n’est pas un salarié qui vend sa force de travail, mais le membre d’un corps social dont la position est réconnue dans un ensemble hiérarchique" (Castel, 1995: 117).0. Como es lógico y viene siendo normal a lo largo de la historia de una ciencia social tan pegada al terreno como es la sociología, la crisis del empleo que viven y sufren las sociedades industriales (o como quiérase denominarlas) desde la pasada década está produciendo una verdadera sacudida en su sistema conceptual. Y si este fenómeno afecta a la sociología en su conjunto, ha conmovido de un modo especial a esa sociología particular que durante los años sesenta y setenta reinó sobre todas las demás, a la sociología del trabajo (Touraine, 1998/99); su crisis –que sólo nos interesa como síntoma – es tal que se ve obligada a preguntarse "adónde va" (Castillo, 1994). A su vera le surgido, además, una hermana respondona que en parte la anula y, en todo caso, la re-coloca.
Si de la crisis conceptual de la sociología del trabajo se pasa al objeto social del trabajo como tal, las discusiones más profundas giren en torno al cuestionamiento de su centralidad en las formaciones sociales actuales. Ya hace unos años, en 1984, Offe (1992) consideraba que el trabajo había dejado de ser "una categoría social clave". Más recientemente – tomamos a la sociología francesa como muestra – se habla de "sus enigmas, de su crisis, su metamorfosis, sus disonancias, sus nuevas bazas y sus desafíos, del trabajo como un valor en peligro de extinción" (Friot y Rose, 1996: 16).
En medio de tantas preguntas la respuesta más coherente a esa crisis del trabajo parece ser la que señalan Friot y Rose (1996: 26) en el espléndido capítulo primero de su obra "La construction sociale de l’emploi en France": "Si hay crisis, no concierne al trabajo sino a su reconocimiento social en tanto que empleo. Lo que estaría en crisis, nos dicen estos autores, no es el trabajo como tal sino la forma social que había llegado a adquirir su existencia y reconocimiento públicos en la sociedad actual, es decir su "reconocimiento en tanto que empleo". Tesis que, reflexionada con detenimiento, permite desagregarla en los siguientes significados:
  • a) el trabajo puede llegar a adquirir distintas formas de existencia social
  • b) en términos sociales y políticos la relevancia del trabajo pasa del trabajo en sí a sus formas de reconocimiento societal
  • c) lo que ponen en primer plano estas formas es la posición del trabajo en el orden social, es decir, el modo como éste lo clasifica y valora (dando por supuesto que clasificación y valoración son inseparables); y
  • d) , en consecuencia, teórica y metodológicamente la consideración de la configuración del orden social es previa a la consideración del trabajo (hasta el punto de que sea concebible un orden social sin "trabajo", es decir, sin que se den en él un agrupamiento de ciertas actividades en la clase trabajo).
Si lo que está en crisis es el trabajo en su forma social empleo, una de las cuestiones que habrá de abordar (y que ya está abordando) la sociología es en qué consiste esa forma de clasificar el trabajo en forma de empleo y en qué configuración del orden social encuentra su lugar. Por otro lado, una vez abierto este marco teórico, puede ser sociológicamente relevante mostrar cómo en distintos órdenes sociales el trabajo, o mejor las actividades sociales denominadas o simplemente denominables "trabajo", que en modo alguno es lo mismo, adquieren significados diferenciados.
Ese será el primero de nuestros objetivos en este artículo: mostrar, ordenando y resumiendo las análisis y reflexiones realizados por otros autores, cómo la centralidad adquirida por el trabajo en la historia de nuestras sociedades no aparece hasta la implantación del orden social de la modernidad y cómo y por qué esa centralidad es sustituida por el trabajo en forma de empleo en el siglo XX. Antes, sin embargo, nos referiremos al lugar que la clase "trabajo" y "trabajadores" pudo ocupar en otros sistemas de clasificación social.
Debe quedar claro así que el objeto de nuestra reflexión no es preguntarnos por el significado y el papel del trabajo en términos de materialidad u objetividad. En modo alguno pretendemos abordar la vieja y permanente cuestión de si y hasta qué punto es el modo de producción (y dentro de él el modo de trabajar) el que determina, en primera o última instancia, la estructuración de sociedad o, si lo es, por establecer un contraste alternativo, el modo de reproducción. Sólo nos interesamos por la posición y el significado del trabajo en el orden social. Son dos cuestiones y dos planos bien distintos que conviene no confundir. Hasta es posible – y, como veremos, real – que por más que, por ejemplo, pueda considerarse hipotéticamente que toda estructuración social encuentra su plataforma explicativa en el modo de producir (y trabajar), el trabajo no tenga ninguna relevancia, tal y como ya se ha apuntado, en el sistema de representaciones en que consiste todo orden social.
Pero si el primer objetivo de este artículo es el que acaba de indicarse, no es el único ni el principal. La historia del significado de la actividad que denominamos trabajo en órdenes sociales distintos ha sido ya hecha por otros autores (un buen resumen, entre otros, puede verse en Méda, 1995). Pretendemos, además, plantear y sostener al respecto una tesis interpretativa de esa historia: la posición de la actividad denominada "trabajo" y de los individuos denominados "trabajadores" en un orden social responde a una operación política, es decir a la lucha por definir y crear un determinado orden social y/o a la lucha de ciertas clases de individuos por ocupar una cierta posición de poder y reconocimiento en esos órdenes sociales.
Dada la importancia que aquí se otorga a un concepto tan controvertido como el de orden social, conviene que, aunque no entremos en una discusión del mismo, ofrezcamos al menos una definición del sentido que atribuimos al mismo. Por orden social entendemos el sistema central de clasificación, jerarquización y valoración de actividades e individuos que constituyen una sociedad y que es compartido (y a la vez disputado desde los propios criterios de clasificación) por los miembros que forman parte de la misma. El hecho de que sea a la vez compartido y disputado supone que sólo puede constituirse y reproducirse a lo largo del tiempo por combinaciones diversas de conformidad y coacción, coacción que, por otro lado, ha de ser "clasificada" como legítima. Es una definición que derivamos de la obra de M. Douglas (1996).

  1. EL TRABAJO EN LAS SOCIEDADES PREMODERNAS
La modernidad, en palabras de Arendt (1993: 17), "trajo consigo la glorificación teórica del trabajo cuya consecuencia ha sido la transformación de la sociedad en una sociedad de trabajo" y de trabajadores, es decir, en un orden social que construye su legitimidad en torno a la centralidad de la actividad "trabajo" y a la figura genérica del "trabajador". Más abajo se volverá más precisamente sobre este tema y se matizará, pero desde ahora queda clara una idea: en la historia de la humanidad y, en todo caso en la historia de las sociedades europeas, sólo las sociedades modernas habrían construido su identidad colectiva y su orden social en torno a binomio trabajo/trabajador. ¿Qué fue de este trabajo y de estos trabajadores en los órdenes sociales precedentes?
En este epígrafe se hará referencia al modo como se inscriben la actividad de trabajo y los trabajadores en tres tipos diferentes de órdenes sociales: el de las sociedades llamadas primitivas, el del mundo clásico griego y romano y el de la sociedad de órdenes del Antiguo Régimen.
En el orden social de las sociedades llamadas primitivas, la categoría social de trabajo y aún menos la de trabajador no juegan ningún papel. Lo que sostiene Panoff, citado por Chamoux (1998: 18), acerca de esta cuestión concerniente a una comunidad melanesia de Oceanía parece que puede sostenerse, aunque con matices diversos, de todas esas sociedades: "No existe (en ella) noción de "trabajo" en cuanto tal, como tampoco existe un término específico para aislar las "actividades productivas" de los demás comportamientos humanos. No puede esperarse, por lo tanto, descubrir ni celebración ni desprecio del trabajo". Esto no quiere decir, obviamente, que no se den en ellas actividades productivas ni de intercambio de bienes, ya que ninguna sociedad puede reproducirse sin producir, pero no son actividades con entidad social propia ni definen en cuanto tales ninguna posición social. Lo que sucede es que esas actividades se hallan "embebidas" (Polanyi) en y determinadas por otras clasificaciones/posiciones sociales definidas por la familia y el parentesco. "Un hombre labora, produce en su aptitud como persona social, como esposo y padre, hermano y camarada de linaje, miembro de un clan, de un pueblo. El trabajo no se practica separadamente de esas existencias como si fuera una existencia diferente. "Trabajador" no es de por sí una condición social, ni "trabajo" una auténtica categoría de economía tribal. (...) Trabajo es una expresión de relaciones preexistentes de parentesco y comunidad, el ejercicio de estas relaciones" (Sahlins, 1972: 127).
Más próximos a nosotros, al menos culturalmente, nos encontramos con la Grecia clásica y la sociedad romana.
En el caso del mundo griego se da una gran coincidencia entre todos los expertos. "Yendo a la búsqueda del "trabajo" entre los griegos, (Vernant) tuvo que admitir que era imposible encontrar en ellos una noción única correspondiente a nuestra idea de "trabajo" en general. Un término designa el esfuerzo, la actividad penosa; una familia de términos permite nombrar las tareas; otro vocablo se aplica al saber especializado (...), etc.. Se tiene la sensación de una noción de trabajo bien en piezas separadas bien inexistente. El "trabajo" aparece como una realidadimpensable. " (Chamoux, 1998: 18). No sostiene otra cosa al respecto la filósofa francesa Méda: "El trabajo, comprendido como noción unívoca englobadora de los diferentes oficios o de los diferentes "productores" no existe. (...) En modo alguno el trabajo es el fundamento del vínculo social. (...) En Grecia encontramos oficios, actividades, tareas; buscaríamos en vano el trabajo" (Méda, 1995: 39). Aún así era claro que ese trabajo innombrado o nombrado de mil maneras en modo alguno era lo que hacían los ciudadanos libres. Si algún grupo social lo realizaba ese grupo era el de los esclavos.
Para los griegos "trabajar" y ser ciudadano ocupado en los intereses de la polis (y gozar así de una existencia social plenamente reconocida) eran incompatibles. De ahí un orden social que separaba netamente ambas actividades hasta el extremo de atribuirlas a dos grupos sociales con posiciones sociales claramente establecidas: a los ciudadanos libres la polis, a los esclavos (de éstos) el trabajo. Así se explica que Aristóteles considerara que "ni la labor ni el trabajo posean suficiente dignidad para constituir un bios, una autónoma y auténticamente humana forma de vida; puesto que servían y producían lo necesario y lo útil, no podían ser libres, independientes de las necesidades y exigencias humanas" (Arendt, 1993: 26).
La misma autora remacha este argumento en el capítulo de su obra dedicado a la "labor". Los antiguos, escribe, "creían que era necesario poseer esclavos debido a la servil naturaleza de todas las ocupaciones útiles para el mantenimiento de la vida. Precisamente sobre esta base se defendía y justificaba la institución de la esclavitud. Laborar significaba estar esclavizado por la necesidad, esta servidumbre era inherente a las condiciones de la vida humana. Debido a que los hombres estaban dominados por las necesidades de la vida, sólo podían ganar su libertad mediante la dominación de esos (los esclavos) a quienes sujetaban a la necesidad por la fuerza" (Arendt, 1993: 100).
En ese contexto social e ideológico era obvio que el trabajo, las múltiples formas y categorías de trabajo, el "trabajo innombrado" no podían ser la piedra angular sobre la que fundamentar el orden social en la Grecia clásica.
Algo semejante sucedía en el mundo romano clásico. En él el ideal de vida era el, en expresión ciceroniana, del "otium cum dignitate". Su posición frente a la actividad de trabajo era el "desprecio" y frente a los diversos tipos de trabajadores el "desdén". El "desdén hacia la sociedad "laboral" arrancaba del desprecio hacia el trabajo en sí mismo, tanto de carácter manual como intelectual o artístico, y más particularmente hacia el trabajo a cambio de un salario." (Rodríguez Neila, 1996: 11). Así pues, según este historiador, por un lado la actividad de trabajo es "despreciada" y, por otro, la actitud hacia aquellos que la realizan, la "sociedad laboral", es de "desdén". Se entiende así que muchos de los trabajadores pertenecieran a las categorías sociales inferiores: "esclavos, libertos y extranjeros" (ibidem).
Pero si ese menosprecio del trabajo y de los trabajadores es generalizado, no todos los trabajos ni todos los trabajadores son igualmente menospreciados. Algunos trabajos y trabajadores se libran del menosprecio total. Pero el criterio de esta jerarquización de segundo orden no es el de utilidad sin más, sino que "es fundamentalmente político. Son liberales las ocupaciones que requieren prudentia, capacidad para el juicio prudente, que es la virtud de los estadistas, y las profesiones de utilidad pública (...), tales como la arquitectura, la medicina y la agricultura. Todos los oficios, tanto el de amanuense como el de carpintero, son "sórdidos", inapropiados para un ciudadano completo (...). Aún hay una tercera categoría en la que se remuneran el esfuerzo y la fatiga (las operae diferenciadas del opus, la mera actividad diferenciada del trabajo), y en estos casos "el propio salario es señal de esclavitud"" (Arendt, 1993: 105-106).
Tan relevante como sostener que el criterio de clasificación era político es ver cómo se operativizaba. Esta operativización se realizaba - esclavos, extranjeros y asalariados puros aparte - a través de la organización de los oficios artesanales en collegia. Cada collegium "estaba organizado (...) con su lex fundacional, su album de miembros, sus magistrados, su caja (arca), abastecida por las cuotas de los asociados, su sede (schola), etc." Y, como prueba de que no se trataba de organizaciones o asociaciones privadas sin más sino que formaban parte del orden instituido, "para crearse un colegio era necesaria (ni más ni menos) que la autorización imperial" (Rodríguez Neila, 1996: 23-24; el paréntesis y el subrayado son nuestros). "Integrándose en ellos el trabajador adquiría la consideración social de que carecía como individuo aislado" (Rodríguez Neila, 1996: 23). Con lo cual parece que puede colegirse que no es la cualidad del trabajo como tal la que salva al individuo de la desconsideración máxima, sino el hecho de pertenecer a un cuerpo organizado y públicamente reconocido, es decir, la norma establecida y en la que se integra.
La sociedad estamental del Antiguo Régimen va a integrar al trabajo y a los trabajadores de un modo parecido a como se hizo en el mundo romano. En este punto seguiremos preferentemente las ideas de Castel (1995).
La sociedad estamental del Antiguo Régimen es en su origen una sociedad jerárquica de tres órdenes: los oratores, los bellatores y los laborantes. En esa jerarquía tanto los laborantes como su actividad, el trabajo, ocupan el lugar inferior. El trabajo es una actividad "vil" y quienes lo realizan son "personas viles". Todavía en el siglo XVII Loyseau en su Tratado de los órdenes y simples dignidades refiriéndose a los oficios escribe: "Los artesanos, o gente de los oficios, son aquellos que ejercen las artes mecánicas y, de hecho, denominamos habitualmente mecánico a aquello que es vil y abyecto. Los artesanos, al ser expresamente mecánicos, son considerados personas viles" (citado por Castel, 1995: 129). Esta desconsideración de partida del trabajo artesano, aunque en grados diversos, se hallaba presente en todas las sociedades europeas de la Edad Media y Moderna (entendidas según la denominación que siguen utilizando los historiadores). En la Castilla de Fernando III un artesano no podía ser juez porque era un "ome vil" y, como señala Monsalvo Antón (1996: 118), "no era visto como vil sólo el oficio, sino el omeque lo desempeñaba". Este menosprecio del trabajo artesanal llegaba en Castilla a tal extremo que al artesano que alcanzaba el rango de "caballero villano (de la villa)" se (le) exigía la renuncia a la ligazón formal con el mundo de los oficios" (Monsalvo Antón, 1996: 121).
Y si tanto el oficio como la actividad de los artesanos eran clasificados como viles, lo era aún más los trabajos y los "oficios" del "populacho": aguadores, esportilleros, buhoneros, regatones y, en general, los trabajos de todas aquellas personas que "sin oficio ni beneficio" pululaban en los márgenes de las sociedades urbanas europeas y se veían obligadas a trabajar temporalmente y en lo que fuera para otros a cambio de un "(de nuevo) vil salario".
Pero si es así en plena Edad Media dejará de serlo en la Moderna. Una parte de los trabajos y de los trabajadores manuales lograrán escapar de los últimos peldaños de la clasificación social para ascender a un nivel superior, aunque nunca tan alto como el de los bellatores y oratores. Esta operación de reclasificación social no fue nada fácil, puesto que no lo era llegar a otorgar cierta dignidad y reconocimiento sociales a unas actividades y a unos miembros de la sociedad que carecían de ellos. Castel (1995: 129) plantea la cuestión del siguiente modo: "¿en qué condiciones el trabajo puede ser convertido en un "estado" (en un orden social clasificado y ordenado precisamente en términos de "estados")?" Y su respuesta es ésta: "La cuestión de tener o no un "estado" va a plantearse en el seno mismo del tercer estado. Más concretamente: la división se opera en el seno de los trabajadores manuales. Ciertas actividades manuales, aquellas que constituyen "los oficios", corresponden a "estados" y las demás a nada en absoluto" (Castel, 1995: 130). No obstante –y este punto es quizás el más importante -, no se trata de cualquier clase de oficios, sino sólo de aquellos oficios constituidos según ciertas reglas y reconocidos como tales por la autoridad real o municipal. De este modo, para la tradición corporatista en su conjunto, un trabajo (...) puede encontrar un lugar, subordinado pero legítimo, en el sistema de dignidades sociales. Pero es con la condición expresa de que obedezca a reglamentaciones estrictas, aquellas que se dan en el idioma corporatista. Este tiene una función esencial de colocación y clasificación. Arranca al trabajo de su insignificancia, de la inexistencia social que su suerte si permanece siendo una actividad privada ejercida por hombres sin cualidades. El oficio es una actividad social dotada de utilidad colectiva. Gracias a él, y sólo gracias a él, ciertos trabajos manuales pueden verse librados de su indignidad natural" (Castel, 1995: 131).
No es, por lo tanto, simplemente el simple hecho de tener ciertos conocimientos y habilidades profesionales lo que salva a ciertos trabajos y trabajadores manuales de ocupar el último lugar en el orden social sino el de formar parte de cuerpos sociales reglamentados internamente y reconocidos como tales en el orden público y político: los gremios. El trabajo manual de los oficios no se salva así por sí solo, es salvado por la norma, por la regulación pública; se trata así, lo mismo que en el caso de los romanos, de una operación política. Y esto afecta tanto a la clase de actividad como a la clase de las personas. De ahí que los requisitos para ser admitidos en ellos fueran estrictos. En el caso, por ejemplo, de los gremios del Valladolid de los siglos XVII y XVIII "en la entrada al cuerpo primaba la defensa del honor menestral. En aquella época era muy importante la diferenciación entre los trabajos mecánicos viles y honrados, y la cuestión de la limpieza de sangre. La selección comenzaba con averiguaciones sobre "buenas costumbres" y la común reputación de "hombre de honrado nacimiento y buena crianza": eran habituales las comprobaciones sobre la "conducta pública y privada de los aspirantes"" (García Fernández, 1996: 208).
Entendido de este modo, "el oficio trazaba la línea de división entre los incluidos y los excluidos de un sistema social. Por debajo se halla el caos, la indignidad total de la gente del "estado vil", "el populacho (son palabras de Voltaire) que no tiene más que sus brazos para vivir" (Castel, 1996: 132 y 131), el trabajo y los trabajadores en toda su pureza y desnudez, sin reglas ni filiación comunitaria y que no son otros que el conjunto abigarrado y diverso de quienes malviven de viles salarios.
No hemos de olvidar, además, que en esta clase social de actividades y de sujetos menospreciados se hallaba incluido un subgrupo de actividades e individuos emergente: el de comerciantes y mercaderes. La actividad comercial y sus agentes (comerciantes, mercaderes) son menospreciados, "detestados", "odiados" (Braudel, 1979: 33). Para "el autor de (un) ensayo de 1718 (...) [t]odos los comerciantes (...) le parecen (...) `un grupo de hombres viles y perniciosos’ y, en los clásicos términos de condena que los campesinos arraigados a la tierra adoptan con respecto al burgués, dice: `son una clase de gente vagabunda ... llevan todas sus pertenencias consigo, y sus existencias no pasan de un simple traje de montar, una lista de ferias y mercados, y una cantidad prodigiosa de desvergüenza. Tienen la marca de Caín, y como él vagan de un lugar a otro, llevando a cabo unas transacciones no autorizadas entre el comerciante (vendedor) bien intencionado y el honesto consumidor’" (Thompson, 1995: 237-238).
Así pues, en este breve recorrido de órdenes sociales y del lugar ocupado en sus sistemas centrales de clasificación de la clase de actividad denominada trabajo y de la clase de miembros de sus sociedades denominada trabajadores encontramos que, en todos ellos, tanto la una como la otra ocupan posiciones de segundo o de último orden. Esta relegación es concomitante con el modo como se clasifican las actividades y las clases de individuos superiores. Si en los órdenes referidos ciertas actividades son agrupadas y clasificadas conjuntamente como trabajo, las actividades política, guerrera, religiosa, administrativa o de pensamiento en NINGÚN CASO son incluidas dentro de la clase "trabajo", y en NINGÚN CASO quienes las realizan son denominados "trabajadores".

2.- LA SOCIEDAD DE TRABAJO
En contraste con los órdenes sociales anteriores la modernidad estatuye un sistema central de clasificación de actividades y individuos claramente distinto: si anteriormente la clase de actividades denominada trabajo o no había existido o, de existir, había ocupado un lugar de segundo orden y lo mismo había sucedido con la clase trabajadores, ahora el trabajo va a convertirse en la categoría central entre todas las actividades y el trabajador en la categoría central de miembros de la sociedad. Se entra así por primera vez en la historia, como subraya Arent, en un proyecto de orden social centrado en el trabajo y en los trabajadores.
La explicación de una anomalía histórica semejante no es simple, pero es probable que la tesis de Castel sea la que más inteligible nos la hace. La construcción de una sociedad de trabajo y de trabajadores fue ante todo la respuesta política a la cuestión social que arrastraban las sociedades europeas desde el siglo XVI, que no dejó de agudizarse en los siglos XVII y XVIII y que no era ya posible reabsorber dentro de las coordenadas del Antiguo Régimen. No es este el lugar tratar detenidamente este tema; baste con reproducir el testimonio algunos historiadores al respecto.
Siglo XVI: "Siempre había habido pobres, pero los contemporáneos coincidían en señalar que la mendicidad masiva era nueva; y siempre había habido vagabundos, pero el vagabundeo masivo parecía reciente. (...)Lo vagabundos no molestaban sólo por su ociosidad sino porque constituían una amenaza para la sociedad ordenada" (Kamen, 1984: 180-181).
Siglo XVII: "Trudaine, intendente de la Generalidad de Lyon (a finales del siglo XVII) escribe: `Hay en la ciudad de Lyon y en los alrededores 20 000 obreros que viven al día; si dejan de trabajar ocho días, la ciudad se verá inundada de pobres que, al no encontrar de qué vivir, podrán darse a los extremos más violentos’" (Castel, 1995: 166).
Siglo XVIII: "A pesar del crecimiento económico y debido al ascenso demográfico que actúa en sentido inverso, el pauperismo se acentúa en el siglo XVIII. El flujo de miserables crece más aún." "En Lisboa, en pleno siglo XVIII, hay en permanencia 10.000 vagabundos (...). La ciudad se ve sometida cada noche a una inseguridad dramática". "El desarraigo de unas dimensiones inusitadas se convierte en el problema más importante (del siglo XVIII)". (Braudel, 1979: 455, 454 y 456).
Una marea tan prolongada (dos o tres siglos de duración), creciente, incontenible y peligrosa para un orden desbordado e incapaz de reintegrarla ni controlarla y que hacía que las clases dominantes vivieran "asustadas" (Braudel, 1979: 453) no podía menos de dar paso a planteamientos que dieran por acabado el orden social anterior y proclamaran la necesidad de crear un orden nuevo. Pudo ser otro (todo fenómeno social es históricamente contigente), pero al final fue el orden social de una sociedad de trabajo.
Fue el pensamiento liberal ilustrado el que terminó diseñando y codificando ese nuevo orden. La propuesta liberal no consiste en meros retoques al orden anterior, sino en un sistema de clasificación, ordenación y de valoración de actividades y sujetos radicalmente distinto: una nueva concepción del hombre, una nueva concepción de la sociedad y una nueva concepción de la naturaleza (o, mejor, de la relación entre le hombre y la naturaleza). Frente a la sociedad jerárquica por voluntad divina una sociedad de seres iguales de cuya asociación surge con carácter inmanente y espontáneo la sociedad; frente al hombre inmerso en y sujeto a los diversos órdenes jerárquicos el individuo libre y autónomo; frente a una naturaleza que hay que respetar porque es obra divina, una naturaleza concebida como instrumento al servicio de los intereses humanos.
La clave de esas tres dimensiones del nuevo orden estará en la individualidad (Bilbao, 1999a), o, mejor, en la reducción del ser humano a individuo, libre, autónomo, cerrado en sí mismo y de cuya relación interesada con los demás individuos surgirá espontáneamente, sin ninguna intervención exterior finalista, el orden armonioso de la sociedad entera. Y es aquí donde aparece una nueva clasificación y valoración del trabajo: porque la actividad que llevan a cabo los individuos para relacionarse unos con otros y conformar así el orden social en su conjunto no será otra que EL TRABAJO; pero ahora ya, no será la actividad de los miembros de una parte de la sociedad, sino de todos sus miembros, de todos sus individuos. Quien no trabaja, en principio no existe. La sociedad no es otra cosa que trabajo social dividido (Durkheim).
Nos hallamos así ante un orden social cuyo sistema central de clasificación se halla a años luz de todos los anteriores. "El repentino y espectacular ascenso de la labor desde la más humilde y despreciada posición al rango más elevado, a la más estimada de todas las actividades humanas, comenzó cuando Locke descubrió que la labor es la fuente de toda propiedad. Surgió cuando Adam Smith afirmó que la labor era la fuente de toda riqueza y alcanzó su punto culminante en el "sistema de labor" de Marx, donde ésta pasó a ser la fuente de toda productividad y expresión de la misma humanidad del hombre". (Arendt, 1993: 113). De este modo el menospreciado trabajo de todos los órdenes sociales anteriores pasa a ser fuente y justificación de toda propiedad (en una sociedad en la que la propiedad es "sagrada"), origen y causa de toda riqueza y expresión de la esencia del hombre como tal. ¡Ni más ni menos!
La actividad anterior de las clases privilegiadas, la de los grandes señores y el clero, pierde el lugar privilegiado que había ocupado y lo hace precisamente porque no es trabajo y deja de ser considerada, por lo tanto, como socialmente útil. "Todo el pensamiento revolucionario de la Ilustración (...) se vuelve contra el privilegio de la clase ociosa y señorial y, en nombre del progreso, defiende la población activa (...). A la ociosidad y a la inutilidad de los grandes del mundo se opone el trabajo, la utilidad social de la clase activa" (Braudel, 1979: 449). Además, dentro de ésta última, va a encontrar un lugar privilegiado una clase social históricamente marginada en términos de clasificación social: la de los comerciantes (o comerciantes-manufactureros) y mercaderes (Braudel, ibidem). Ahora, en un orden social de mercado, también ellos son productivos; es más, hasta puede decirse que son los agentes centrales de la "productividad" (los capitalistas).
Es de este modo y sólo de este modo como se pensaba superar en el siglo XVIII la cuestión social a la que las sociedades europeas venían enfrentándose. Castel (1995: 171) cita a este propósito a un pensador francés de la época: "Buscamos desde hace tiempo la piedra filosofal; ya la hemos encontrado, es el trabajo".
Así pues, en el orden social liberal el trabajo adquiere una centralidad que nunca había tenido anteriormente. Pero, ¿qué trabajo es éste? O mejor, para evitar proyectar inconscientemente nuestras categorías cognoscitivas sobre las de pasado, ¿qué actividades son las seleccionadas para incluirlas en la clase trabajo? Sólo aquellas que se realizan en el espacio público de la economía, entendiendo por economía la economía de mercado, es decir, aquellas que se realizan a cambio de una retribución monetaria. Por contra, aquellas actividades que se realizan en el espacio de lo privado quedan excluidas, por "productivas" que algunos, desde el presente, pudieran considerarlas. Y es lógico que así fuera, ya que en el pensamiento liberal es precisamente en la economía donde sitúa la matriz de la nueva sociabilidad ordenada; como muy bien dice K. Polanyi (1989: 105), lo más peculiar de las sociedades modernas no es que su economía sea una economía de mercado, sino el que sean "sociedades de mercado".
No es, pues, cualquier clase de "trabajo" el que es convertido en la actividad central creadora del vínculo social en el proyecto liberal, sino sólo el trabajo inscrito en la economía (de mercado). No obstante, dado el papel central que la economía juega en el orden social liberal y el trabajo en esa economía, lo mismo podemos decir que las sociedades modernas son sociedades de mercado como que son sociedades de trabajo.
Nos encontramos de este modo, por primera vez en la historia, con el trabajo situado en el corazón mismo de un orden social. Pero, al igual que en términos cualitativos entre los romanos y en el Antiguo Régimen, no se trata en forma alguna del descubrimiento de cualidad alguna que se hallara inscrita en el ser mismo de la actividad trabajo, sino de una invención social inscrita en un proyecto político, el de la sociedad liberal.
¿Puede decirse, a continuación, que si las sociedades modernas son sociedades de trabajo son por lo mismo y automáticamente sociedades de trabajadores? Dicho de otra manera, ¿convierte el trabajo a quienes lo realizan en trabajadores? No es nada evidente. De hecho, cuando se lee La investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, se observa cómo A. Smith denomina efectivamente trabajo toda actividad productiva, pero, a un mismo tiempo, cuando se sirve de la categoría trabajador sólo lo hace refiriéndose a los trabajadores manuales; es decir, que no todos los que "trabajan" son "trabajadores" (podemos aventurar que ni siquiera el propio A. Smith, por más que, probablemente, "trabajara").
Para entender la relativa facilidad con la que pudo aceptarse la invención de la centralidad del trabajo y su extensión a todo tipo de actividad productiva (de mercado) y la resistencia a la realización de una operación semejante con la categoría trabajador hay que tener en cuenta dos cuestiones. Primera, que en lo que respecta al trabajo éste ya se había visto relativamente dignificado con la creación y reconocimiento de los "gremios" o las "cofradías" en el orden social anterior, pero no había sucedido lo mismo con la categoría "trabajador": los miembros de los gremios "trabajaban", pero lo hacían en tanto que miembros de los gremios y eso no les convertía en "trabajadores" en el sentido genérico. Segunda, que quienes ocupaban la posición de trabajadores y eran clasificados como tales eran las personas que, al carecer de "oficio y beneficio", trabajaban en ocupaciones menores y/o a cambio de un salario, eran trabajadores asalariados, la categoría y posición más baja ya desde los tiempos antiguos. Ahora bien, el trabajador normal en el nuevo orden económico no era otro que el del trabajador ocupado a cambio de un salario (ver la obra de Smith citada), es decir, el trabajador asalariado. ¿Cómo en estas condiciones y con esa historia anterior iban a incluirse tan fácilmente a todas las personas que trabajaban en la clase trabajador? No está lejos aún el día en el que, por ejemplo, los ocupados de la administración pública eran denominados sólo como funcionarios (y en ningún caso trabajadores), en lugar de ocupar un puesto desempeñaban un cargo y en vez de cobrar un salario percibían un emolumento (Olías, 1999).
Para que todos los ocupados, incluidos los funcionarios, llegaran a formar parte de la clase trabajador y todas las personas que realizaban un "trabajo" a autoidentificarse (y ser heteroidentificadas) como trabajadores tuvo que darse previamente por una profundo cambio en las condiciones de trabajo y de vida de los trabajadores asalariados. Pero esto es parte de otro capítulo.

3.- EL EMPLEO, LA SOCIEDAD DE EMPLEO Y SU CRISIS
El proyecto político liberal de un nuevo orden social tenía la pretensión de superar la cuestión social de los siglos XVII y XVIII. No obstante, en la realidad o no lo logró o sólo lo logró en muy escasa medida. El pauperismo no desapareció con la sociedad de mercado; simplemente cambió de faz. Es más, dio lugar a una nueva cuestión social, la cuestión social por excelencia que todos hemos estudiado en los libros de historia: la obrera.
La explicación del porqué un nuevo orden social que se presentaba a sí mismo como la invención de un orden social con la mayor capacidad integradora (el eslogan de la Revolución Francesa era: Liberté, Égalité, Fraternité) terminó provocando la probablemente mayor contestación de un orden social que se ha dado en la historia es larga y prolija. El número de obras, trabajos e investigaciones que han abordado esta cuestión es incontable. Nos limitaremos a resaltar sólo dos argumentos al respecto.
El primero teórico. Y viene de la mano de K. Polanyi. La inserción del trabajo en la economía de mercado tal y como aparecía diseñado en la propuesta liberal no era una inserción cualquiera: era una inserción sujeta a criterios de pura lógica de mercado y no admitía ningún tipo de regulación externa. El trabajo – o, mejor, según precisara más tarde Marx, la fuerza de trabajo - era (debía ser) una pura mercancía. Ahora bien, "permitir que el mecanismo del mercado dirija por su cuenta y decida la suerte de los seres humanos y de su medio natural, e incluso que de hecho decida acerca del nivel y de la utilización del poder adquisitivo, conduce necesariamente a la destrucción de la sociedad. Y esto es así porque la pretendida mercancía denominada "fuerza de trabajo" no puede ser zarandeada, utilizada sin ton ni son, o incluso ser inutilizada, sin que se vean inevitablemente afectados los individuos humanos portadores de esta mercancía peculiar. Al disponer de la fuerza de trabajo de un hombre, el sistema pretende disponer de la entidad física, psicológica y moral "humana" que está ligada a esta fuerza." Polanyi, 1989: 26). El deterioro de las condiciones de trabajo y de vida de los trabajadores asalariados a lo largo del siglo XIX fue la demostración más patente de los efectos de esta mercantilización pura de la fuerza de trabajo. La centralidad del trabajo no había sido más que la centralidad del trabajo abstracto y en modo alguno se había proyectado sobre el trabajo concreto; y aún menos sobre los trabajadores.
El segundo más histórico. Si la observación de los hechos permite poner en duda que las clases privilegiadas otorgaran en términos reales al trabajo y a los trabajadores la centralidad que el programa liberal proclamaba y prometía, lo que sí es cierto es que los trabajadores – aunque se tratara sólo o casi exclusivamente de los trabajadores manuales – se lo tomaron en serio: "Nosotros, escribía el grabador Tomás González, miembro del grupo madrileño seguidor de Bakunin, en 1870, fabricamos los palacios, nosotros tejemos las telas más preciadas, nosotros apacentamos los rebaños, nosotros levantamos sobre los caudalosos ríos puentes gigantes de hierro y de piedra, dividimos las montañas, juntamos los mares,..." (citado por Maurice, 1996: 284); ellos eran, como escribiera Pablo Iglesias en el Informe de la Asociación del Arte de Imprimir para la Comisión de Reformas Sociales, la clase "productora de la riqueza social" (Reformas Sociales, 1985). Es tomando como punto de apoyo esta especie de sublimación del trabajo productor como los trabajadores construirán su identidad colectiva y reclamarán el derecho al trabajo en sí mismo, el derecho a realizarlo en buenas condiciones y, por encima de todo, el derecho a su reconocimiento en tanto que trabajadores, cuando no el derecho a serlo todo. Los pensadores socialistas, y ante todo y sobre todo K. Marx, les ofrecieron las armas ideológicas –y, en su caso, organizativas - adecuadas para ello.
Al final, ya desde el último tercio del siglo XIX, la cuestión social no ofrecía en el horizonte más que dos salidas: o Reforma o Revolución. La opción fue la Reforma; es decir, la desmercantilización de la fuerza de trabajo; es decir, la regulación y el control políticos de las condiciones de trabajo y de vida de los trabajadores y la conversión del trabajo en empleo.
La Reforma significó el reconocimiento de que el nuevo orden social planteado por el pensamiento y las fuerza liberales era incapaz de lograr la integración y la armonía sociales que pretendía. La proclamada centralidad del trabajo y de los trabajadores eran inalcanzables como resultado de la autonomización y autorregulación del orden de la economía, matriz del nuevo orden social en su conjunto. Con la propuesta política liberal se pudo iniciar el proceso que permitiría absorber la cuestión social del Antiguo Régimen, pero sólo a costa de dar pie, inmediatamente, a una nueva, tan grave o más (por ser mucho más explícita) que la anterior.
Con el fin de reabsorber esa nueva cuestión social las sociedades liberales de mercado romperán con uno de sus principios fundamentales, el del no-intervencionismo en el espacio de la economía, y procederán a una reclasificación del trabajo (ahora trabajo concreto) y de los trabajadores que otorgara a ambos algo próximo a la centralidad real reivindicada por la "clase obrera". Esta operación requería que el Estado no sólo interviniera en el espacio de las condiciones de trabajo y en el de las condiciones de vida de quienes lo realizaban o pudieran realizarlo rompiendo con la práctica anterior de inhibición sino que, además, ligara esa intervención con la definición misma de la ciudadanía, de modo que la existencia social ciudadana de referencia no fuera otra que la del ciudadano-trabajador.
Será un proceso largo. Se inicia en la transición del siglo XIX al XX y no se consolidará hasta las primeras décadas que seguirán a la segunda guerra mundial. Pero la lógica societal que lo presida será siempre la misma: la única forma real de lograr la centralidad del trabajo y de los trabajadores será la de su regulación política. Para eso fue necesario que se articularan tres movimientos políticos regulatorios:
1º) El de la regulación de las condiciones de trabajo en sí mismas (tiempo, salarios, seguridad e higiene,...), de modo que estas condiciones non dependieran exclusivamente de acuerdos individuales de mercado en los que los trabajadores se veían sujetos en los procesos productivos a la dominación empresarial sin más límites que las definidas por le propio juego de las relaciones de mercado (relación salarial). La relación laboral deja así de ser regulada por el derecho civil (contrato de arrendamiento de servicios) para ser regulada por un derecho especial, el derecho del trabajo, cuyo objetivo es proteger al trabajador frente a la discrecionalidad de la empresa por encima de cualquier acuerdo de voluntades y otorgar así al trabajo real una dignidad y un reconocimiento sociales mínimos.
2) No obstante, esta regulación de las condiciones de trabajo habría tenido un alcance social limitado, si a un mismo tiempo no se hubiera dado un segundo tipo de regulación: la regulación del trabajo en su forma empleo, es decir la regulación del "conjunto de modalidades de acceso y de salida del mercado de trabajo así como (de) la traducción de la actividad (o inactividad) trabajadora en términos de (derechos y) estatutos sociales" (Maruani, 1993: 4, los paréntesis son nuestros). Si el derecho del trabajo define y protege las condiciones de trabajo, el "derecho del empleo" entendido de este modo define y protege las condiciones de vida de los trabajadores en función de su relación con el empleo (modalidades de contratación laboral (ingresos y despidos), formación, desempleo, incapacidad laboral, atención sanitaria, jubilación, ...) y, a la vez, promueve aquellas condiciones de empleo (estabilidad y permanencia) que más puedan favorecer la "seguridad social" en la vida de aquéllos. No obstante, la relación entre el trabajo y el derecho del trabajo y la del empleo y el derecho del empleo son profundamente distintas. En el primer caso, el derecho regula una realidad social preexiste (el trabajo). En el segundo no es así: la regulación del empleo crea el empleo, sin regulación del empleo no hay empleo. De ahí que el empleo sólo exista como norma social (Prieto, 1999b) y no inicie su recorrido histórico hasta el momento en que comienza a ser regulado políticamente. Y de ahí también que, a diferencia del trabajo, sólo pueda ser abordado y analizado desde una perspectiva política y societal.
Es así cómo el empleo llegará a convertirse en un componente esencial la definición de la ciudadanía y del vínculo social. En ese contexto definitivamente no habrá otra forma de alcanzar una existencia social legítima que a través del mismo: quien no tenga un empleo (definido normativamente), lo haya tenido o lo busque activamente si no lo tiene, no existe.
Y es en este contexto donde, además, adquieren un nuevo sentido el trabajo y su regulación: supuesta la centralidad social del empleo, el propio trabajo en cuanto tal – pero ahora trabajo del empleo – debe ser regulado. Esa es la razón por la que el derecho del trabajo y el derecho del empleo han evolucionado de consuno a lo largo del siglo XX. No estamos, por consiguiente, ante la desaparición o relegamiento del trabajo frente al empleo sino ante un nuevo significado de aquél.
3) Pero si de lo que se trataba era de hacer frente a toda una cuestión social y una de las claves de la misma tenía que ver con un movimiento obrero organizado que cuestionaba el orden social liberal, la respuesta no podía limitarse a una nueva clasificación genérica y dispersa del trabajo y de los trabajadores. Debía hacer ser capaz de integrar a la clase asalariada (inicialmente sólo clase obrera) en tanto que clase organizada. Esa es la razón por la que en todos los países industrializados se terminará por reconocer al sindicalismo un papel público y político del que carecerá cualquier otra asociación de intereses privada. Esta integración del sindicalismo en el orden político tendrá una doble manifestación: por un lado, sus acuerdos con la clase empresarial no tendrán el carácter de norma privada sino de normativa pública (convenios colectivos); por otro, será el interlocutor natural de los órganos de gobierno para definir y establecer los derechos del trabajador-ciudadano (el sindicalismo es, como dice Baylos (1999: 240), "el representante de la `ciudadanía social’").
Con la consolidación de este tercer movimiento regulador se termina de cerrar, por más que se trate de un cierre siempre conflictivo e inacabado, la cuestión social en los años sesenta y setenta del presente siglo a la vez que se implanta, esta vez de verdad, el nuevo orden social de una sociedad de trabajo (revestido ahora de la forma empleo) y de trabajadores. El trabajo ha conquistado la centralidad real prometida en la propuesta política liberal y, junto con él, el trabajador. Al final de esta larga historia de varias décadas (la sociedad de empleo o, si se quiere, por utilizar una denominación consagrada en la sociología francesa, la sociedad salarial, no se consolida, como se decía más arriba, hasta las dos décadas posteriores a la segunda guerra mundial) no hay nadie que deje de autoidentificarse como trabajador (hay "trabajadores" hasta de la cultura) y deje de reivindicar el derecho a serlo efectivamente. La clase "trabajo" y la clase "trabajador" se han visto salvadas de su indignidad anterior.
Pero, si reflexionamos sobre la forma como se ha realizado esta operación social, se verá que no sólo no ha seguido el curso imaginado por el pensamiento liberal (el de la autonomización del espacio social de la economía y la estricta inhibición del Estado) sino que ha seguido exactamente el contrario: el de la intervención del Estado en la economía y, por encima de todo, en el de la relación salarial. Una operación que en términos cualitativos no es muy distinta de la que tuvo lugar, según se hizo ver más arriba, con los collegia romanos o con los gremios del Antiguo Régimen. En las sociedades actuales, lo mismo que en estos dos últimos casos, son las normas definidas en y desde la instancia de lo político – un nuevo sistema de clasificación que expresa un nuevo orden social - las que otorgan al trabajo y a los trabajadores una posición social central y no el presunto descubrimiento de lo que podría ser la esencia de unas actividades agrupadas y definidas como trabajo.
Es en y desde este planteamiento como puede entenderse en toda su profundidad la crisis del empleo que sufren las sociedades europeas desde la segunda mitad de los años ochenta. Es una crisis que va mucho más allá de su expresión en altas tasas de paro y de precariedad en las formas de empleo; es una crisis que remueve la piedra angular sobre la que se hallaba construido el orden social anterior. Efectivamente, "si hay crisis, no concierne al trabajo sino a su reconocimiento social en tanto que empleo" (Friot y Rose, 1996: 26), pero, contra lo que pudiera pensarse, dada la centralidad que había llegado a alcanzar la norma social del empleo anterior tanto en el orden político como en el identitario, eso no la minimiza; al contrario la maximiza (Prieto, 1999ay 1999b). La prevalencia política que ha llegado a adquirir desde los años ochenta la economía de mercado y la sumisión de todos los ámbitos y procesos sociales, incluido el del empleo, a la lógica de la mercantilización, supone un verdadero cuestionamiento al sistema central de clasificación de actividades y de individuos del orden social anterior en su conjunto. Es posible que estemos entrando una sociedad de consumidores del siglo XXI con trabajadores del siglo XIX (Alonso, 1999b). Este triste final no está por ver, lo estamos viendo ya. Queda la esperanza, al menos para algunos, de que, contra lo que sostiene Fukuyama, en la historia de las sociedades ningún final es definitivo.

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RESUMEN
En este artículo se exponen y defienden varias ideas acerca del trabajo y de los trabajadores. Primera: que la categoría "trabajo" es una forma histórica de clasificar ciertas actividades y que la categoría "trabajadores" es una forma histórica de clasificar ciertos individuos. Segunda: que ambas categorizaciones han ocupado un lugar variado y diferente a lo largo de la historia de las sociedades. Y, sobre todo, tercera: que siempre que a lo largo de la historia el "trabajo" y los "trabajadores" han logrado cierto reconocimiento social se ha debido criterios políticos. Este fenómeno se observa de un modo particular en las sociedades modernas.

CARLOS PRIETO
Profesor Titular de Sociología en la Facultad de CCPP y Sociología (UCM). Doctor en sociología por la Sorbona (París). Fundador de la revista de Sociología del Trabajo y Co-director de la misma hasta 1999. Codirección y coordinación, junto con F. Miguélez, Las Relaciones Laborales en España (Siglo XXI, 1991) y Las Relaciones de Empleo en España (Siglo XXI, 1999). Autor de Trabajadores y condiciones de Trabajo (HOAC, 1994). Editor de La crisis del empleo en Europa (Valencia, 1999). Miembro del Consejo de Redacción de la revista Cuadernos de Relaciones Laborales y de Travail et Emploi.

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